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Cinco “medidas rápidas” que facilitarán el aumento del uso de efectivo en situaciones de desastre

Categorías : Sin categorizar
February 5, 2018
Etiquetas : Catástrofes y ayuda humanitaria, Demand, Disaster
En 2016, solo el 10% de la ayuda humanitaria anual de $ 24 mil millones se distribuyó en efectivo. Se espera que la cantidad aumente al 33% o más para 2025. Esto obliga a las agencias de ayuda a reconsiderar sus formas tradicionales de hacer negocios.
James Shepherd-Barron

Disaster Risk Management Consultant, Author, and Founder of The Aid Workers Union

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James Shepherd-Barron es consultor sobre gestión de desastres, autor de “Absolute Disaster” (Desastre absoluto) y asesor en temas humanitarios para tres asociaciones del sector relacionado con el dinero en efectivo: la ATM Industry Association (Asociación del Sector de Cajeros Automáticos), la European Cash Management Companies Association (Asociación Europea de Empresas de Gestión de Efectivo) y CashEssentials.

Este artículo se publicó originalmente en http://www.absolutedisasters.com/five-quick-fixes-to-facilitate-the-scaling-of-disaster-cash/.

Joub Jannine, un pequeño municipio en el Valle de la Becá en Líbano, cuenta con uno de los puentes romanos más antiguos del país. Hace unas semanas recibió su primera capa de nieve. Enfrente del puente, Mohammed Taha estaba trabajando en su estación de servicio con un único surtidor de gasolina cuando llegó un hombre joven en una motocicleta sucia y destartalada. Uno de los tres niños que viajaban con él sacó un pequeño bidón de plástico rojo, que Mohammed llenó rápidamente. Charló distendidamente mientras el hombre contaba un puñado de libras libanesas; a continuación, el hombre arrancó la motocicleta y el grupo se alejó en medio de una ráfaga de copos de nieve.

Aparte del número de ocupantes en la motocicleta, la transacción podría haber ocurrido en cualquier parte del mundo. La única diferencia es que el hombre de la motocicleta no era libanés, sino uno de los más de 800 000 refugiados sirios que reciben un pago mensual en efectivo de la ONU durante los meses de invierno con el fin de poder comprar combustible para la cocina y la calefacción. Además de ayudar a los refugiados, el programa está dando un impulso a los negocios locales como el de Mohammed. “El dinero en efectivo que reciben los refugiados cada mes ha hecho que pasen de ser beneficiaros pasivos de la ayuda a ser consumidores activos”, comenta más tarde frente a una taza de café turco con cardamomo. “Realmente están reactivando la economía de la Becá… Mis ingresos han aumentado en casi un 10 % desde que empezó el programa”.

Lo que no dice, pero podría, es que este dinero en efectivo ejerce un “efecto multiplicador” a nivel local, que duplica efectivamente el valor del dinero en circulación. Es una situación de beneficio mutuo para los refugiados, los donantes y la economía local. ¿Qué podría tener esto de negativo?

Pues mucho, al parecer. De lo contrario, ¿cómo se explica que solamente 2800 millones de dólares (10 %) del presupuesto anual de 24 000 millones de dólares para ayuda humanitaria de 2016 se distribuyera de esta forma? A fin de cuentas, los donantes y las agencias internacionales de ayuda humanitaria disponen de pruebas suficientes para comprobar que las transferencias de efectivo como estas, si bien no son adecuadas en todos los contextos de crisis, ofrecen mucho más valor económico que la distribución de productos básicos como alimentos, mantas y lámparas solares. Después de todo, el principio es simple: el efectivo es una modalidad, un medio para conseguir un fin.

El dinero ofrece a las personas afectadas por las crisis humanitarias un medio para comprar lo que decidan que es más necesario, en lugar de lo que las agencias de ayuda humanitaria consideren que necesitan. A diferencia de otras formas de asistencia, el efectivo otorga a los beneficiarios más control sobre su uso. Además, también obliga a las agencias de ayuda humanitaria a replantearse las formas tradicionales de hacer negocios, ya que los programas de transferencia de efectivo a gran escala no encajan bien con el ecosistema de gestión de desastres actual, con la arquitectura de coordinación de la ONU ni con los mandatos específicos de cada agencia.

Entonces, ¿qué es necesario cambiar si ese 10 % debe aumentar hasta el 33 % o más para 2025, según lo que pretende el Departamento para el Desarrollo Internacional (DFID, por sus siglas en inglés) del Reino Unido y lo que se solicitó en la Cumbre Humanitaria Mundial de 2016?

Se necesitan cinco reformas fundamentales, y se necesitan rápidamente:

La primera es que los donantes cumplan sus promesas del “Gran Acuerdo”, una serie de compromisos realizados durante la Cumbre Humanitaria Mundial que, entre otros aspectos relacionados con la armonización, establece que los fondos humanitarios deberían distribuirse sin condiciones. Esto tiene cuatro implicaciones principales: primero, la reducción de la visibilidad derivada de las oportunidades limitadas de imprimir sus logotipos en los palés de los suministros humanitarios; segundo, la financiación se asignaría de forma más eficiente si se agrupara; tercero, las transferencias de efectivo polivalentes (que se refieren a cualquier forma de dinero físico o electrónico sin restricciones respecto a dónde y cómo puede gastarse) deberían ser la modalidad de transferencia predeterminada; y cuarto, la ayuda debería desvincularse y no destinarse a sectores particulares. Los dos últimos puntos son especialmente preocupantes para el gobierno de EE. UU., cuyo programa Food-For-Peace (Alimentos para la Paz) existe únicamente para reforzar la distribución segura de alimentos en tiempos de crisis y que, en virtud de la marcadamente proteccionista Ley Jones, insiste en emplear exclusivamente activos estadounidenses para su distribución.

En segundo lugar, puesto que la ONU ha demostrado ser incapaz de acometer reformas institucionales, los donantes podrían considerar el establecimiento de un “banco humanitario” independiente y sin ánimo de lucro que, basándose en el asesoramiento consensuado por sectores, podría lograr la eficiencia distributiva deseada. Un mecanismo así permitiría, como mínimo, facilitar las transacciones y optimizar el flujo de efectivo al liberar fondos de las cuentas de los donantes sobre la base de la “entrega a tiempo”.

En una intervención ante el Consejo de Seguridad de la ONU el pasado mes de septiembre, la primera ministra del Reino Unido, Theresa May, describió la postura del gobierno británico. “Gran Bretaña desea que la ONU se centre en hacer un mayor uso de las transferencias de efectivo, en lugar de transportar alimentos y otros suministros para ayudar a la población en situación de vulnerabilidad”, afirmó. “Los ministros consideran que esta medida ayudará a desarrollar mercados locales y contribuirá a la recuperación de las economías”. También sugirió la posibilidad de que la ONU creara una oficina en cada país, en lugar de operar a través de múltiples organizaciones independientes, cada una con su propia oficina y sus propios gastos generales.

En un documento sobre políticas publicado poco después de este encontronazo en la ONU, el DFID fue más allá, pidiendo a las agencias de ayuda humanitaria que “respetaran la autoridad de un único líder de todo el sistema para definir las prioridades y asignar los recursos. La competencia por los recursos debe dar paso a la colaboración para garantizar que la asistencia llegue a las personas con más necesidades, independientemente de su situación legal o de lo que las agencias puedan suministrar”. Las implicaciones de esta declaración son fundamentales y tienen consecuencias de largo alcance para todos los implicados: lo más importante es que hace un llamamiento a los gobiernos de los estados donantes para que aporten fondos que no se destinen a sectores de intervención particulares. También sugiere que estos fondos deberían agruparse en una cuenta común para después ser asignados mediante un único mecanismo coherente. El problema es que no existe ningún mecanismo así cuando se trata de transferencias de efectivo sin restricciones ni condiciones.

En tercer lugar, los expertos en gestión del efectivo, es decir, el sector de servicios financieros en general y no solo los bancos, deberían ser más claros a la hora de explicar a los interlocutores de las agencias de ayuda humanitaria que el dinero físico y las formas de pago electrónicas no son mutuamente excluyentes. Solo hay que fijarse en el reciente ejercicio de desmonetización llevado a cabo en la India para comprender este punto de vista: el crecimiento económico en el país se ralentizó en más de tres puntos porcentuales el año pasado (del 9,1 % al 5,7 %) debido, en parte, a la política de desmonetización del primer ministro Modi en virtud de la cual se retiró repentinamente de la circulación el 86 % de los billetes. La medida se presentó en su momento como “un golpe demoledor a los delincuentes y evasores fiscales”, pero según The Economist “de hecho, ha provocado grandes dificultades y trastornos sin aportar beneficios claros”. (The Economist, 4 de noviembre de 2017)

Esta es otra forma de decir que el enfoque de eliminación total del efectivo para promover el desarrollo social es descabellado. “Lo que la India (y otros gobiernos como Nigeria y México) no ha logrado combatir”, comenta Dana Kornberg en el blog [2]The Conversation[3], “es el efecto adverso que esas duras políticas tienen sobre los pobres, un sector de la población que raramente utiliza los bancos”. También ignora muchos preceptos fundamentales de las transacciones sociales, además del hecho de que muchas sociedades de bajos ingresos no disponen de la infraestructura y el capital social necesarios para lograr el funcionamiento de una sociedad sin dinero en efectivo.

En cuarto lugar, el sector de pagos, incluidos los bancos comerciales, debería unirse a nivel mundial, regional y nacional para definir la mejor forma de prestar una única plataforma de pagos digitales de bajo coste e interoperable para su despliegue en tiempos de crisis. Teniendo en cuenta que cuatro de los bancos más grandes de Australia se reunieron en secreto y decidieron eliminar totalmente las comisiones de intercambio, no parece algo imposible.

En quinto lugar, las escuelas de negocios, los grupos de expertos y las consultorías de gestión podrían aportar estudios más exhaustivos sobre la economía política de la función del efectivo en tiempos de crisis. Como ya ha comenzado a hacer recientemente The Boston Consulting Group para el Programa Mundial de Alimentos de la ONU, esto aportaría la transparencia y el rigor necesarios en relación con los aspectos de la cadena de transacción que determinan “quién paga, cuánto y a quién”. Además, actualmente se sabe muy poco acerca de los costes de oportunidad de los programas humanitarios de transferencia de efectivo. Un “beneficiario” para una agencia de ayuda humanitaria es un “cliente” para un banco; un cliente que, a pesar de ser pobre hoy, podría representar un retorno de la inversión potencialmente considerable en el futuro. Como confirmaría cualquier proveedor de servicios financieros en el sudeste asiático, bancarizar a los 1000 millones de personas más pobres del planeta representa una oportunidad de negocio legítima. Y no se trata solo de las comisiones de transacción generadas hoy, sino de los datos asociados. Los refugiados también son consumidores y, al ser muy sensibles a los precios, están tan abiertos como cualquier otra persona a los halagos de las campañas de marketing.

La reducción de costes de marketing y de I+D también son un factor a integrar en la ecuación. ¿Cuánto vale, por ejemplo, el logotipo de MasterCard o de Visa que figura en los cuatro millones de tarjetas de débito de refugiados que hay en circulación en Turquía, Líbano y Jordania? Quizás el sector privado debería pagar a la ONU por el privilegio de participar en transferencias de efectivo de programas humanitarios. A fin de cuentas, la mayor parte de los presupuestos destinados a actividades de responsabilidad social de las empresas son desgravables. La agencia de viajes Carlson Wagonlit paga a la Organización Mundial de la Salud por tener una sucursal situada en la puerta principal de su sede en Ginebra con el argumento de tener acceso a un mercado más o menos cautivo, así que, ¿por qué no?

Por último, un cambio general hacia el efectivo en lugar de la distribución en especie conlleva implicaciones obvias para el personal de la agencia de ayuda humanitaria, que teme perder el contacto con las comunidades a las que atiende y que se produzca la consiguiente disminución de la calidad y sofisticación de sus programas. En cierta medida, estos temores, especialmente en materia de protección social, están justificados y se requerirá una readaptación radical, o incluso una reconversión, de los activos. A pesar de que la presencia de las organizaciones no gubernamentales sigue siendo esencial en el ámbito de la ayuda internacional, no hacen falta veinte ONG para cargar una tarjeta de cajero automático.

Por otro lado, la revolución tecnológica en el sector financiero continúa su ritmo y los sectores más pobres de la población mundial, incluidos aquellos afectados por conflictos y desastres naturales, están en posición de beneficiarse tanto como cualquier otro grupo. Pero la comunidad de ayuda humanitaria y el sector privado, que no tienen un gran conocimiento mutuo de las capacidades y necesidades del otro ni de la amplia gama de colaboraciones posibles, deberían comprender mejor los costes y la utilidad de estos beneficios.

Mohammed Taha, en su estación de servicio en el Valle de la Becá, sí lo sabe. Además de conocer el coste del dinero, también entiende su valor, no solo para él y sus clientes refugiados, sino para la sociedad que le rodea. Ha llegado el momento de que las agencias de ayuda humanitaria internacionales y el sector de los servicios financieros, del que dependerán cada vez más, comprendan las implicaciones para ellos y sus modelos de negocio. Durante los próximos meses, CashEssentials, una iniciativa independiente de reciente creación que se propone ofrecer una plataforma de debate sobre las formas de pago y los ecosistemas monetarios, iniciará una serie de debates con el objetivo de determinar qué puede hacer el sector privado para contribuir al avance de este asunto.

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