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Una sociedad sin efectivo en Etiopía: una idea radical o temeraria

Categorías : El efectivo es el primer paso hacia la inclusión financiera, El efectivo es una solución para contingencias y emergencias, Sin categorizar
July 21, 2020
Etiquetas : Coronavirus, Inclusión financiera, Transferencias de efectivo
Para los países que salen de situaciones de conflicto, como Etiopía, los sistemas de pagos digitales son una opción tentadora para extender el control sobre la población. ¿Quieren los etíopes que su gobierno tenga un control completo y absoluto sobre cada una de las transacciones financieras que realizan? ¿O preferirían conservar la resiliencia financiera, la privacidad, la protección contra la explotación y la garantía que les proporciona el efectivo frente a una gobernanza deficiente?
James Shepherd-Barron

Disaster Risk Management Consultant, Author, and Founder of The Aid Workers Union

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Este artículo es un extracto editado de Cash & Crises – Managing money in emergencies, un libro de James Shepherd-Barron que se publicará próximamente.

 

 

Si hay algo que ha conseguido la pandemia de la COVID-19 es un aparente acercamiento a la utopía digital – o a la distopía, dependiendo del punto de vista de cada uno – de la llamada "sociedad sin efectivo".

 

etiopía-coronavirus

 

¿Realmente ha sido así? Sin duda, Etiopía está convencida de que sí. En un artículo reciente[1], firmado por el Ministro de Finanzas etíope y por el Director General de la Alianza Better Than Cash, se exponían razones de peso para justificar la intención declarada de Etiopía de conducir al país hacia su Nirvana digital: los pagos electrónicos fomentan el crecimiento, señalaban los autores. Según ellos, dichos pagos permiten una mayor rendición de cuentas, aumentan los ingresos fiscales, reducen el riesgo de transmisión de enfermedades y empoderan a las mujeres. Otras ventajas menos tangibles que también se mencionaban tenían que ver con la rapidez, el coste, la seguridad y la transparencia.

Sin embargo, cuando se araña bajo la superficie de esas supuestas bondades surge una realidad menos idealista y más incómoda: una mayor inclusión de las personas con menos recursos en la economía formal no conduce necesariamente a una reducción de la pobreza, como tampoco los pagos digitales mejoran la seguridad sanitaria. ¿Por qué? Porque la "sociedad sin efectivo" exige que los consumidores paguen por algo que antes era gratis; la fiscalidad no significa necesariamente mayores ingresos para su reinversión en bienes públicos, tales como la atención sanitaria, y la privatización del dinero que genera la digitalización tiene multitud de consecuencias inesperadas (o esperadas) para la protección social.

Pero también hay otras "verdades incómodas" que parecen apuntar a la constante importancia del efectivo para el conjunto de la sociedad. En primer lugar, casi la mitad de la población mundial adulta no realizó ni una sola transacción digital el año pasado[2]. En la mayoría de los casos, como señala el artículo, esto se debió a la falta de una infraestructura operativa de pagos electrónicos. En segundo lugar, aunque el número de transacciones en efectivo se ha reducido durante la pandemia de coronavirus, en vez de reducirse, el efectivo en circulación ha aumentado a escala mundial, tanto en valor como en volumen, una tendencia que se aceleró durante la pandemia, como siempre ocurre en las épocas de crisis e incertidumbre[3].

Los sistemas de pagos electrónicos requieren una infraestructura universal, compleja y sólida para que puedan funcionar. No solo resulta caro crear y mantener dicha infraestructura en comparación con el coste del efectivo, sino que además es difícil de implantar en un mundo con escasez de suministro eléctrico, donde la conexión a internet es solo esporádica, donde los teléfonos y las terminales de pago en propiedad son reducidos, donde la competencia está fragmentada y donde las aplicaciones para teléfonos móviles se pueden piratear. Esto posiblemente explique por qué el volumen de pagos electrónicos no ha variado a pesar de que cada vez haya más personas con cuentas bancarias en todo el mundo.

El artículo reconocía esta limitación práctica al admitir que la adopción de los pagos digitales no aumentará hasta que se disponga de la infraestructura, de manera que “la gente pueda también gastar dinero de forma digital”. Por otro lado, señalaba que “digitalizar el pago de impuestos podría aportar 300 000 millones de USD adicionales cada año para las economías emergentes”. En esta llamativa (y, aparentemente, bastante exagerada) afirmación[4]) no se hace mención al hecho de que la inmensa mayoría de esos impuestos son pagados por la población urbana más desfavorecida, mientras que las empresas privadas evitan pagar la proporción justa de impuestos que les correspondería abonar en el país porque recurren a sociedades offshore y otros tipos de lagunas legales. Tampoco hay referencia alguna al señoreaje[5], cuya pérdida de ingresos supone la reducción de una importante fuente de recaudación para las arcas públicas de los países que solo se compensa parcialmente con un incremento de los ingresos por el impuesto sobre las ventas y a las ganancias que generan los pagos digitales.

Para gobiernos autoritarios como el turco y el filipino, así como de países que salen de situaciones de conflicto, como Libia y Etiopía, los sistemas de pagos digitales son una opción tentadora para extender el control sobre la población. Al implantar un sistema de pagos electrónicos con respaldo estatal se pueden recabar datos sobre todo lo que compra un ciudadano, sus movimientos, sus hábitos de navegación y con quién se ha relacionado. No es exagerado decir que los sistemas de pago sin efectivo no son inmunes a ser utilizados como una forma de vigilancia masiva y a ser legitimados porque "capacitan a las mujeres". Es fácil que en las democracias occidentales, donde los gobiernos son relativamente benignos, se reste importancia al temor a un control estatal y a la pérdida de privacidad. Sin embargo, un instrumento de pago anónimo y regulado es esencial para el correcto funcionamiento de un discurso democrático responsable. También limita la extorsión al mantener las comisiones dentro de unos límites razonables.

 

En teoría, las transferencias digitales a través de monederos electrónicos deberían ofrecer importantes ventajas a aquellas personas que no tienen acceso a los servicios financieros básicos, comenzando por una cuenta bancaria. Sin embargo, está empezando a verse que las cosas no son tan sencillas como parecen. El fácil acceso al crédito digital a través de teléfonos móviles está provocando una tendencia alarmante de sobreendeudamiento entre los usuarios de las zonas más pobres del mundo. Esto no solo resulta enormemente costoso para la persona afectada – esos instrumentos tienen tipos de interés anuales que se calculan en porcentajes desorbitados –, sino que el impago de los créditos conduce además a un empeoramiento del nivel de solvencia, lo que provoca un resultado totalmente opuesto a lo que pretenden los grupos de presión contrarios al efectivo y a favor de las agencias de desarrollo de las personas desfavorecidas: la participación en la economía formal. En otras palabras, las aplicaciones de tecnología financiera para teléfonos móviles parecen fomentar la exclusión financiera con la misma rapidez con la que fomentan la inclusión financiera.

A su vez, lejos de promover la independencia financiera y enseñar a los consumidores nuevas formas de gestionar los riesgos, para muchas personas las transferencias digitales provocan justamente lo contrario, ya que hacen que dependan de un intermediario solo para convertir su propio dinero al único instrumento de intercambio que, de momento, son capaces de aceptar los mercados locales: el efectivo [6].

El futuro del efectivo suele presentarse como una competencia binaria, en cierta medida antinatural, entre los pagos en efectivo y los pagos digitales, y más concretamente durante la pandemia de la COVID-19, entre el efectivo y los pagos sin contacto. Sin embargo, eso resulta simplista y engañoso. En las economías emergentes, las monedas física y digital deberán coexistir al igual que ocurre en las sociedades de altos ingresos, ya que una no puede funcionar completamente sin la otra.

Al fin y al cabo, los argumentos para mantener el efectivo en realidad son bastante sencillos y se reducen a una serie de preguntas básicas: ¿A quién beneficia una sociedad sin efectivo? ¿Quieren los etíopes que su gobierno tenga un control completo y absoluto sobre cada una de las transacciones financieras que realizan, o que las empresas privadas hagan dinero con ellos cada vez que compran o venden algo? ¿Quieren quedar a merced de los sistemas de pagos electrónicos que pueden fallar y que de hecho, lo hacen? ¿Quieren que la gente gaste más dinero del que tiene? ¿O preferirían conservar la resiliencia financiera, la privacidad, la protección contra la explotación y la garantía que les proporciona el efectivo frente a una gobernanza deficiente?

A mi juicio, las respuestas a este tipo de preguntas solo deberían formularse cuando se haya realizado un análisis del riesgo más exhaustivo y una diligencia debida más profunda. Sí, las plataformas de pagos digitales ofrecen una serie de ventajas para los gobiernos, los proveedores de servicios del sector privado y las personas desfavorecidas de todo el mundo. Sin embargo, hay consecuencias imprevistas y costes de oportunidad que deben entenderse mejor antes de la adopción masiva de los pagos sin efectivo.

Lo que más preocupa no es la tecnología en sí, sino cómo debe gestionarse la transformación social en una economía política más amplia e impulsada por la demanda teniendo en cuenta los marcos social, político, jurídico y económico que rigen el espacio en el que operan los pagos digitales.

Incluso antes de que cobrara fuerza la crisis del coronavirus, muchos gobiernos de economías de bajos ingresos y dependientes del efectivo estaban despertando al peligro real que plantea un acceso inadecuado al efectivo para sus ciudadanos ante una infraestructura agotada y la proliferación de alternativas de pagos digitales que han provocado la exclusión financiera de muchos grupos vulnerables. Los bancos centrales han tenido que replantearse la idoneidad de su infraestructura y seguir la senda del Gobierno sueco para reconsiderar de qué manera se podría garantizar el acceso al efectivo en el mundo que deje la COVID-19 [7].

 

En momentos tan inciertos, me pregunto si la abolición del efectivo y su sustitución con equivalentes digitales no será una solución del sector privado, que pretende buscar un problema en el sector público cuya existencia desconocía la sociedad etíope.

 

© James Shepherd-Barron

James Shepherd-Barron es consultor independiente en Gestión de Catástrofes y asesor para cuestiones humanitarias de CashEssentials

 

 

 

13 de julio de 2020

[1] CNBC el 5 de junio de 2020

[2] Findex, base de datos del Banco Mundial, 2017 (datos más recientes)

[3] A mediados de mayo, el Banco Central Europeo notificó un incremento del suministro de efectivo en Europa de 41 200 millones de EUR, una cantidad casi idéntica al incremento registrado durante la crisis financiera de 2008. Los bancos centrales de todo el mundo lucharon por atender la demanda, y muchos de ellos informaron de que el efectivo en circulación había alcanzado máximos históricos

[4] Ross Clark: The War Against Cash; Harriman House

[5] Beneficios que obtiene un gobierno con la emisión de moneda, especialmente la diferencia entre el valor nominal y los costes reales de producción.

[6] En las sociedades de bajos ingresos, donde dos tercios (64 %) de la población no tiene cuentas bancarias ni cuentas de dinero móvil (Fuente: Findex), la "brecha de dinero digital" no deja otra opción que realizar transacciones en efectivo.

[7] En 2019, el Gobierno sueco dio marcha atrás en su decisión de convertir el país en una economía en la que el efectivo habría desaparecido completamente en 2025.

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